11/10/2006

¡Penitenciagite!

Rodolfo Fortunatti

Me sorprende con qué facilidad pueden delimitarse las fronteras entre el bien y el mal. Me refiero a la facilidad con que se puede agrupar a la gente en buenos y malos. Más precisamente, apunto al modo liviano, irracional y temerario, con que pueden crearse amigos y enemigos, donde antes había colaboradores. Y no menos perplejo, aludo a lo simple que resulta renunciar a la política, enclaustrándose en la abadía, o tomando posición en la trinchera. Guste o no, estamos en política porque el cielo no existe en la tierra, y porque la política es la única alternativa a la guerra.

«No se pueden nombrar picantes en cargos públicos», afirma Jorge Schaulsohn. «Hay una serie de cabritos que creen que esa es la política, creen que con eso van siendo leales», dice Fernando Flores. «Ese tipo de gente que más que currículo, tiene prontuario», observa Víctor Maldonado. Más indulgente, Patricio Hales, reflexiona: «Siento compasión por este joven que se escondía en un pasamontañas repitiendo que era PPD, porque a él no se le puede haber ocurrido sólo ser operador político, por lo que creo hay una degradación generalizada de la función pública por parte de operadores políticos que creen que funcionan en torno a intereses corporativos, no importando si las cosas son malas o no». Así, los llamados picantes, cabritos, prontuariados o degradados, serían una especie extraña a la actividad política que los contactó, los adiestró y los reclutó.

¿No es ésta acaso la democracia de baja intensidad, sin ciudadanos, sin sociedad civil, y sin participación social? ¿Se quiere negar que estos picantes, cabritos, prontuariados o degradados son militantes de partidos? ¿Se quiere negar que estos picantes, cabritos, prontuariados o degradados, están en las mismas coordenadas de sus censores? ¿Se quiere negar que estos picantes, cabritos, prontuariados o degradados, viven en la misma cultura política? Porque, como quien se despeluza la solapa, se les desprecia y aísla. Se les convierte en chivos expiatorios. ¿Para qué? ¿Para salvar la pureza de la política? ¿Para salvar la credibilidad pública de gente honesta y honorable? Pues no. No es eso lo esencial. Debe haber chivos expiatorios para que los modos oligárquicos de ejercer el poder sigan reproduciéndose. Para que las formas jerárquicas, autoritarias y represivas de construir la política, sigan sosteniéndose. Para que las brechas de poder y de riqueza, continúen determinando la producción de las leyes y la perpetuación del Estado de Derecho. Por eso, el hilo se corta por lo más fino, por aquellos que un día fueron disciplinados militantes, y hoy no más que despreciados operadores.

Tragicómico. Evoca a Salvatore, el jorobado monje benedictino de «El Nombre de la Rosa». Salvatore, en su ininteligible acento multilingüe –el idioma de Babel-, repitiendo sin cesar: ¡Penitenciagite! El fin se acerca.

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